Artículo de Francisco Álvarez Cano, director general socialmente responsable de BolsaRSE y experto en reputación social.
La crisis financiera, económica y de valores más importante de la historia ha puesto de relieve la necesidad de avanzar en un territorio casi inexplorado por los que la provocaron: la responsabilidad social de las empresas, una serie de principios basados en maximizar el valor para todos los grupos de interés y que se vertebra garantizando la educación empresarial y la denostada cultura corporativa.
Se han escrito ríos de tinta sobre las causas de la tremenda crisis financiera que ha asolado el mundo occidental. Sin embargo, nadie ha reparado en que su origen radica en una inmensa falta de educación. Son las premisas más básicas de la cultura, las que cualquier estudiante de primaria recitaría casi de memoria, las que les han faltado a presidentes y directivos de las gigantescas corporaciones y bancos, a los gobernantes, supervisores y reguladores de los sistemas económicos, y a algunos ciudadanos.
La primera de esas premisas se aprende en casa y se fija en las escuelas: no jugar con las cosas de comer; La segunda se aprende en la escuela y se fija en casa: si algo no se entiende, levantar la mano y preguntar al profesor. La tercera se aprende en casa y en la escuela y se fija en la calle: no poner todos los huevos en la misma cesta.
No se juega con las cosas de comer.
La inversión total de todos los beneficios de una operación en la siguiente, característica de bancos y casinos, sigue el vademécum de la finalidad ciega de la ambición que guía un principio cojo de la empresa: maximizar el beneficio para el accionista.
Las empresas capitalistas nacieron, efectivamente, de la idea de maximización del beneficio de sus propietarios. Este principio es profundamente incompleto y propio de empresas neonatas. A medida que fueron educándose, como las personas (personas jurídicas son y así se lo reconoce el derecho societario), se dieron cuenta de tres cosas al principio inadvertidas:
• La primera lección que aprendieron (aunque no todas, y ahí está el resultado) es que el beneficio es cortoplacista. Es lo que se llama “pan para hoy y hambre para mañana”. Por eso era más inteligente buscar el valor a largo plazo. Un valor que justificaría, más allá de repartir todos los beneficios en forma de dividendos a los accionistas, o invertirlos en una huida hacia adelante, dedicar parte de ellos a la formación, a la investigación y desarrollo para desarrollar productos futuros, o al perfeccionamiento en los modos de producción.
• Una vez en la ESO, las empresas se dieron cuenta, también (aunque no todas, y ahí está el resultado) de que el valor para el accionista era tan limitado que ponía en riesgo la propia supervivencia y el crecimiento, al olvidar al resto de los grupos de interés, los empleados, los clientes, los proveedores, la sociedad, el medio ambiente. Descuidar a los stakeholders por alimentar el apetito de los shareholders se demostró estrategia perdedora, y los ganadores tomaron buena nota en sus apuntes.
• Cuando llegaron a la Universidad, aprendieron un nuevo riesgo, llamado “conflicto de agencia” y que se basa en que los intereses de los propietarios de una empresa (todos sus stakeholders, incluidos los accionistas) son distintos a los de los directivos. Y empezaron a supervisar el trabajo de esos directores generales que se solazan con sus gráficos de beneficios infinitos.
Una empresa bien educada, en tiempos de “vacas gordas” hubiera invertido en garantizar la sostenibilidad a futuro de su negocio, de los puestos de trabajo de sus empleados, y de su propia forma, prudente, de generar esos ansiados beneficios. Más bien, muchas se pusieron a jugar con las cosas de comer, y se quedaron sin nada en el plato.
Si algo no se entiende, levantar la mano y preguntar.
La falta de transparencia se vuelve siempre contra el opaco. Mientras iban infectando con titulizaciones sobre hipotecas basura, paquetizadas con hipotecas algo mejores, edulcoradas con excelentes calificaciones de las agencias de rating, y transmitidas fuera de los balances de los bancos al mismísimo torrente sanguíneo de la economía real occidental, a nadie, ni al más ingenuo de agentes del mercado, se le ocurrió preguntar que eran las “collateralized debt obligation”, una suerte de participaciones preferentes a la americana, bien cubiertas por sus “credit default swaps”.
Nadie levantó la mano y se preguntó qué activos estaban detrás de esas inversiones multimillonarias y globales. Si alguien lo hubiera hecho, le habrían respondido que hipotecas “ninjas” de personas sin ingresos (No Income), sin trabajo (No Job) y sin activos (no Assets). Es decir, deudas incobrables. La transparencia de quienes cocinaban fue nula, como su ética y sus valores. Eran tiempos donde la misión, la visión y los valores de la empresa, fundamentales para su existencia como tal, igual que los personales, fueron arrinconados entre gritos de tonto al que iba advirtiendo la desnudez del rey.
No preguntar lo que se desconoce hubiera generado una inquietud por el saber, unas ganas de educarse, impropias de potentados sabelotodos. Aquel “sólo sé que no se nada” socrático se abandonó por la prepotente soberbia del ambicioso ignorante. Ahora, arruinado, vuelve sus ojos a los libros para buscar las soluciones que entonces rechazó. Soluciones que pasan por sólidas culturas corporativas afianzadas en valores corporativos (y humanos) que permanecen en el largo plazo, que guían el ethos corporativo, que nos hacen más fuertes y que nos ofrecen respuestas (y nuevas preguntas) a cada paso del camino.
No poner todos los huevos en la misma cesta.
Esos valores parten en la construcción responsable del futuro empresarial, de la educación. Y el punto de origen de la educación, los abuelos, suelen regalar su sabiduría basada en la tradición y la experiencia. Prejubilaciones y jubilaciones sin una adecuada gestión del conocimiento suelen alejar a las jóvenes corporaciones de la prudencia, de los mensajes que cimentan la cultura corporativa, entre los que uno de los más paradigmáticos es el consabido “no poner todos los huevos en la misma cesta”.
De la diversificación (repartir los huevos, y las inversiones, en varias cestas) nacen las raíces de la filosofía corporativa que tiene en cuenta el riesgo (la beta de los mercados) para cada decisión. De la diversificación de objetivos corporativos (repartir los huevos y la atención entre todos los stakeholders) nacen las raíces de la Responsabilidad Social Corporativa, que empieza a dejar de ser corporativa (RSC) para extenderse, diversificada, a todas las empresas (RSE). Y de la diversificación de la gestión (cuidar no sólo el qué se hace, el fin, sino el cómo se hace, los medios) nacen las raíces de la empresa bien educada, vertebrada en una cultura corporativa fiel y leal a sus valores. De ahí la apuesta de los editores de esta revista por unas Raíces Salesianas de la Cultura (RSC) y de la Educación (RSE). Mi enhorabuena por esa apuesta responsable.